jueves, 14 de octubre de 2010

Despertando a la realidad

Lucia despertó, miro a su alrededor, las luces de la sala la enceguecieron, sintió sus labios muy secos; sintió mucha sed. Una enfermera se le acerco, Lucia quiso pedir agua; pero los efectos de la anestesia no le permitieron articular palabra alguna. La enfermera, tan acostumbrada a ver los efectos de tal intervención, sabía muy bien lo que la mujer de la cama 12 quería. Se alejo por unos instantes y regresó con un vaso de agua tibia.

-Tan joven, y tener que pasar por esto-se dijo la enfermera.

Lucia volvió a mirar a la enfermera, una mujer de cabello castaño, piel clara, de unos 45 o 50 años aproximadamente, y con una evidente tristeza en los ojos. Incomprensible para la muchacha de la cama 12, quien cayó nuevamente dormida.

Todo alrededor era silencio, sólo podía escucharse los murmullos de la enfermera con otra señora, la encargada de hacer la limpieza, tal vez el trabajo más sucio que hay hecho en su profesión esta señora, lo había hecho en ese lugar. Incansables bolsas negras paseaban una y otra vez llevadas por su mano.

La muchacha de la cama 12 despertó una hora después. Esta vez se quedó mirando el techo pintado de color verde. Aquel color verde que hizo retornar a su cabeza imágenes de su niñez, la primera pijama que ella recuerda haber tenido fue verde, y que tanto le gustaba, pues se lo había regalado su padre. Pero en seguida volvió a la insensible realidad. Ya no había papá, no había pijama, y sólo estaba con una bata blanca, cuya transparencia la avergonzaba.

Lucia nunca creyó, a pesar que se lo habían dicho un sin número de veces, que las consecuencias de tal intervención producirían tan malos efectos en ella, pero pronto se daría cuenta que el dolor físico era lo menos doloroso de todo este proceso.

Un caminar cansado, cuyos zapatos eran arrastrados como si las piernas tuvieran cadenas, l terminó por volvera a la realidad. Era la señora de limpieza llevando dos bolsas negras, una en cada mano. Su andar reflejaba mucho de lo que su alma contenía, lo negro que se vislumbraba para ella el futuro era un reflejo de su parsimonia.

Lucia quiso levantarse, quiso sentarse en la cama; pero el mareo que sintió, la volvió a la cama de manera muy abrupta. Y al caer sobre el colchón, la cadena que había llevado puesta desde hace varios años salió a relucir sobre su pecho. Un cadena que tenía colgando un crucifijo.

Aquella cadena se la regalo su madre, que lo había heredado de su abuela. A Lucia, su madre le dijo que algún día comprendería porque no la dejaba salir a todas esas reuniones, hasta altas horas de la noche, o porque no la dejaba estar en la calle con sus amigos hasta pasada las once de la noche. Su madre nunca podría ver ese momento, pues había dejado a Lucia, para encontrarse con su esposo, y papá de Lucia en el cielo, hace 5 meses.

Se quedó mirando la imagen, la volteó, la siguió mirando. Sus ojos empezaron a reducirse, como si quisieran buscar algo a lo lejos. Pudo percatarse que atrás del crucifijo había algo, tal vez una mancha, tal vez una jugada de su propia visión. Al acercarse más se dio cuenta que no era nada ajeno al crucifijo. Era un texto acuñado en él:

"La paternidad es la preocupación infinita por el destino de otra persona"

Todo alrededor de Lucia se nublo. Cada uno de los dolores con los que se había despertado, no alcanzaban ni en lo más mínimo al dolor que fluyo de su ser, su respiración se volvió corta, sus oídos se volvieron sensibles a cualquier ruido, y sintió el dolor de la enfermera y lel de la señora de limpieza.

Las lágrimas no quisieron salir, su pulso se resistió a desequilibrarse, su piel se negó a cambiar de color. Todo en su exterior seguía igual.

Por momentos recuperaba la visión por completo, y por alguna razón cada vez que sucedía era para ver pasar a la señora de las bolsas negras. La vio pasar cinco veces. Y cada vez que pasaba, Lucia se preguntaba si en alguna de ellas estaría el fruto de aquel amor que ella cosecho en su corazón, y que fue rechazado, burlado y negado.